Columnas de Opiniónprincipales

Democracia, ¿representativa?

La democracia liberal fue revolucionaria y un avance civilizatorio; hoy ya no lo es. 

Por Carlos Raimundi

La situación planteada a partir del acto electoral en la República Bolivariana de Venezuela nos sitúa, una vez más, ante la necesidad de actualizar el debate acerca de la legitimidad –en el sentido más profundo de esta palabra– de la democracia representativa tal cual la conocemos.

Los países dependientes y de desarrollo medio y bajo estamos dando durísimas batallas por reconquistar nuestra soberanía para administrar nuestras riquezas y recursos estratégicos. Riquezas que tienen un valor incalculable para el abastecimiento de bienes y servicios y para el desarrollo tecnológico, y por lo tanto deberían convertir a nuestros pueblos –sus verdaderos propietarios, si de defender la propiedad se trata– en comunidades plenamente desarrolladas, donde todas las necesidades para una vida digna deberían estar cubiertas.

Las instituciones sociales y políticas que toda organización colectiva debe defender no tienen la misma jerarquía. Las hay fundamentales (el alimento nutritivo, la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, el buen vivir) e instrumentales (las formas y los plazos legislativos y judiciales, las medidas de política financiera). Sin menospreciarlas, el valor de estas últimas está en servir para el cumplimiento de las primeras. Si no cumplen ese objetivo, hay que repensarlas.

Las formas democráticas son esenciales a la hora de garantizar los derechos básicos como la vida y la libertad, la libertad de opinión, de expresión, de circulación, de reunión, de asamblea, el respeto a la intimidad, etc. Derechos y libertades tan reiteradamente quebrantados durante nuestro pasado.

Estos derechos y garantías tienen un valor inestimable. Pero, dicho esto, cabe afirmar que, además, la democracia contiene un sentido igualador de las condiciones para que cada persona en particular organice su plan de vida. Para que despliegue ese plan de vida a partir de tener cubierta una serie de necesidades materiales que también son fundamentales. Cabe preguntarnos, entonces, si los rasgos que todos conocemos de la democracia representativa y la división de poderes, resultan hoy suficientes para garantizar dicha plataforma de justicia social. Si tiene la posibilidad de afrontar amenazas tales como los condicionamientos impuestos por la concentración mediática y la manipulación de las plataformas digitales, la supremacía extorsiva que ejerce el capital financiero privado y monopólico, el control de los aparatos judiciales de tradición contramayoritaria, además de la expansión del crimen organizado en sus distintas formas. La respuesta es: evidentemente no.

Falso planteo

La prensa dominante y la propaganda internacional que representan los intereses del capitalismo financiero globalizado, parcialmente reconvertido en anarcocapitalismo trasnacional, han instalado una lectura errónea del momento geopolítico, equiparándolo a la etapa de la guerra fría. Y se resguardan en la palabra democracia, para contraponerla con el gran bloque asiático en ascenso, al cual identifican con el autoritarismo.

Para entablar seriamente el debate que necesitamos debemos darnos cuenta de que esa división es falsa. Ni los presuntos altares de la democracia son tales, desde el momento en que dependen del financiamiento de campañas multimillonarias que los subordinan a dichos intereses, ni tampoco puede calificarse ligeramente de autocracia a organizaciones sociales y políticas que provienen de culturas milenarias y creencias religiosas y morales diferentes. Y que, a partir de ello, han construido una relación estable entre pueblo y autoridad, y han elevado la calidad de vida de cientos y cientos de millones de seres humanos.

En cambio, el instituto de la democracia representativa clásica ha conducido a Occidente a un nivel moralmente incalificable de concentración de riqueza, con su correlato en el ensanchamiento de la pobreza, a la catástrofe del clima debido al maltrato de la naturaleza y a la proliferación de conflictos bélicos. Así está el mundo gobernado por quienes se autoperciben como fiscales de la democracia.

¿Qué significa decir esto? ¿Defender dictaduras? ¿Abdicar de los derechos y garantías individuales? De ninguna manera, no estoy dispuesto a aceptar semejante descalificación. Lo que sí significa es que, para cumplir con sus objetivos de igualdad, humanismo y justicia social, las instituciones destinadas a preservar las garantías individuales deben ser completadas con mecanismos novedosos de expresión del poder popular que atemperen el menoscabo que nuestros pueblos vienen sufriendo desde hace décadas, pese a votar bajo las reglas de la mera democracia liberal.

La democracia liberal surgió hace casi dos siglos y medio para poner límite a los abusos del poder de las antiguas monarquías absolutas, y no se ha renovado lo suficiente como para preservar a los conjuntos sociales más vulnerados ante los nuevos abusos, provenientes del poder financiero corporativo y de todas sus ramificaciones.

Identificar el presente con la disputa entre los Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría, tal como pretenden la prensa y la propaganda hegemónicas, es un disparate. Entre las economías de Occidente y el espacio liderado por China, hay fuertes lazos de interdependencia monetaria, comercial y tecnológica, y la expansión de las economías emergentes, a diferencia del capitalismo financiero, no han mostrado signos de imperialismo político ni de expansión militar. La disyuntiva con la que se encuentra la humanidad es entre la continuidad de un mundo unipolar hegemonizado por el capital de comportamientos inhumanos, y por otro lado un mundo multipolar en el cual convivamos culturas diversas y diferentes bloques regionales.

La democracia liberal fue revolucionaria e implicó un avance civilizatorio, pero hoy ya no lo representa. En nuestros días, el avance civilizatorio demanda construir un nuevo modelo de organización social, un modo de convivencia basado en la solidaridad y la cooperación, el remplazo de la renta especulativa y desenfrenada por un modelo regenerativo de los recursos, por cadenas de valor más cortas y por relaciones económicas de mayor proximidad, y por el cuidado de la naturaleza.

El fracaso de la tibieza

Existe una zona de ideas que cree que, ante el híperindividualismo creciente y la radicalización de una parte importante del arco ideológico de las derechas, la siembra de la discordia y los mensajes de odio, la respuesta más adecuada debe ser admitir esa tendencia y amoldarse a alguno de sus paradigmas. Eso sería el preanuncio de un nuevo fracaso. El desafío es, en cambio, enarbolar nuevos paradigmas que no den por sentado lo anterior, y disputar el sentido común desde otro tipo de valores éticos y políticos para organizar la convivencia de nuestros pueblos y dignificar las condiciones de vida de los más castigados. Valores como el amor, la solidaridad, la justicia, la igualdad, la pasión por mitigar el sufrimiento, la colaboración, la comunidad como valor constitutivo del individuo. En consecuencia, plasmar nuevas y más activas formas de representación popular. También una fuerte pedagogía desde la política. Y el máximo coraje, el mayor de los compromisos y un sentido de la épica social y personal para afrontar semejante litigio de intereses.

Nuevos paradigmas que incluyan la desmonopolización de la comunicación social, la elección popular de los sistemas judiciales, la humanización de la tecnología digital y la reapropiación de los recursos naturales estratégicos por parte de cada uno de nuestros pueblos. Todo esto, sobre la base del respeto mutuo y la solidaridad, y del reconocimiento de la multiculturalidad y la diversidad, en contraposición con la imposición del modelo estandarizado y uniforme.

Si desde la propia base social no discutimos estas y otras tantas ideas para modificar el sistema de representación, de modo que las decisiones de la autoridad pública expresen verdaderamente la voluntad mayoritaria de los pueblos, no estaremos en condiciones de afrontar los desafíos de la vida contemporánea.

Es muy claro: el sistema, tal como está planteado en Occidente, nos presenta un mundo dividido entre miles de millones de pobres y un puñado de ricos cada vez más ricos, entre desocupados y sobreexplotados, entre personas con hambre y personas con sobrepeso, entre miles de hectáreas de tierra sin campesinos y miles de campesinos sin tierra, un mundo de pueblos empobrecidos en territorios extraordinariamente ricos. Es hora de preguntarse si con las instituciones con las que contamos, que fueron valiosas en su tiempo y de las cuales tenemos que rescatar todo lo que atañe a las garantías individuales, es suficiente para garantizar batallas tan cruciales en pos de la democracia económica, la justicia y la cohesión y la integración social.

Corolario 

El planteo de esta nota surgió a partir de haber visto cómo, con ocasión de la elección de Venezuela, tantas personas valiosas, de pensamiento muy afín al mío, estuvieron a punto de creerle a la misma prensa que en 2003 justificó la invasión a Irak debido a la supuesta presencia de armas químicas que terminó siendo falsa, que en 2010 justificó la destrucción de Libia detrás de una desestabilización financiada desde el exterior, y que en 2015 nos dijo que Cristina Kirchner había pergeñado el asesinato del fiscal Nisman. Y estuvieron a punto de dar por sentado que fue Corina Machado –inhabilitada por haber impulsado el bloqueo económico y la intervención militar externa de Venezuela– y no la autoridad electoral, quien expresaba el verdadero escrutinio de los comicios.

Así de hondo ha calado el minucioso trabajo de penetración cultural de la prensa hegemónica, al mismo nivel que la dominación financiera, el control de los servicios de inteligencia y la cooptación de la Justicia. Y la democracia, tal cual la tenemos, se ha tornado definitivamente insuficiente para enfrentar estos problemas.

(Nota: el autor, además de colaborador de Tektónikos y exembajador ante la Organización de Estados Americanos, fue veedor internacional de las elecciones en Venezuela). 

Fuente: Tectonikos

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